Escribe Adrian Elliot
Durante mis primeros diez años de
vida, pasaba cada verano entre dos semanas y un mes en casa de mis abuelos en
Malta. Su casa, ubicada en la ciudad de St
Julians, era un edificio sólido, con una gran fachada de piedra caliza y un
balcón que daba a la bahía y a la gran pileta en la que los deportistas
malteses practicaban el waterpolo.
Al llegar en el avión, era como aterrizar en
otra época. No es casualidad que la película de Alejandro Amenábar, Ágora (2009),
fue rodada en esta isla en la que la dureza de la roca sirve como metáfora del
carácter de su gente. Llegar al mismo lugar donde hace cerca de 2000 años San
Pablo se encontró náufrago presentaba, en efecto, una imagen bíblica. La huella
que dejaron los fenicios, los griegos, los romanos, los árabes, los normandos,
los habsburgos, los Caballeros de la orden de San Juan, los franceses y los
británicos en esta pequeña isla de apenas 316 km2 se mantenía
presente y le imprimía una personalidad imposible de copiar.
Después de cumplir los 12 años,
por diversos motivos dejamos de ir a Malta y no regresaría hasta 2007. Tiempos
de bonanza económica en todo el continente europeo y poco después de la
accesión de este pequeño país a la UE. La encontré completamente transformada.
Aquella casa que se conserva inalterada -telarañas incluidas- en el recuerdo de
mi infancia ya no estaba. Toda la finca había sido derruida para abrir paso a
un nuevo bloque de viviendas, de los que puedes encontrar en las afueras de
cualquier ciudad del arco mediterráneo. Aquellas amplias habitaciones oscuras,
poseídas por fantasmas, por sus
antigüedades, y que nunca se borrarán de mi memoria, habían pasado a la
historia y en su lugar había modernos espacios blancos y diáfanos, listos para
llenarse de muebles de Ikea. Subimos a la ciudad amurallada de Mdina, en el
centro geográfico de la isla, y desde la terraza en la azotea de la conocida
pastelería, Fontanella, vimos a nuestro alrededor urbanización tras
urbanización, y nos dimos cuenta de hasta qué punto casi todo el campo se había
convertido en una gran selva de hormigón.
Ahora Malta sigue de moda y casi
todas las semanas escucho a alguien hablar de sus últimas vacaciones en aquel
país, el más católico de Europa, convertido en una nueva Ibiza con lengua
semítica. Parece que para estar en el mapa lo único que le faltaba a Malta era
transformarse en un no lugar, según
la definición de Marc Augé: Otro destino más con hoteles tipo resort; playas; y
los disc jockey más cool del momento. Me pregunto para qué
necesitamos tener un destino si el lugar donde terminamos es exactamente igual
al que hemos dejado, y si encima nos vamos a cruzar con nuestros vecinos. Pero
es una pregunta inútil. “Renovarse o
morir”, me contestarán, y efectivamente, ‘renovarse’ hoy tiene el mismo significado
del verbo ‘uniformizarse’.
Vinieron mis tíos a Madrid hace
unos años y la primera noche les llevé a la clásica Taberna de Tirso de Molina,
en la esquina de la histórica plaza del barrio de las letras madrileño con la
calle Mesón de Paredes. La comida era tradicional y estaba riquísima; tanto que
después de aquella experiencia no quisieron aventurarse a otros sitios, tan
contentos estaban de poder disfrutar de una comida fresca, copiosa y sin
estridencias. En Malta, me dijeron, todo se había vuelto muy fashion; y completamente insípido. Unos
meses más tarde, llegó el entonces alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, y
transformó la plaza en un mar de hormigón, a prueba de yonquis y mendigos pero
con la misma personalidad de tantos otros espacios de nuestra sufrida ciudad. Y
hoy leo que ahora le toca a la Puerta del Sol, que va a tener que soportar otra
‘reordenación’ más para convertirse en un nuevo local de pinchos al aire libre.
En este presente en el que cada
día nos levantamos para leer peores noticias, ni siquiera el pasado nos ofrece consuelo.
Si antes los objetos acumulados durante toda una vida y guardados generación
tras generación nos regalaban el continuo recuerdo del lugar de dónde venimos,
ahora nuestras casas y nuestras ciudades están diseñadas como el escenario de
un teatro, para vestir a medida de las necesidades de cada día y con muebles de
usar y tirar. Hace poco leí que la cadena, Ikea, iba a empezar a comercializar
viviendas con la misma filosofía de su negocio de muebles. Se supone que esta
crisis nos ha enseñado que todo es efímero y que ya no es necesario poseer
nada. Se ha creado el concepto de casas como tiendas de campaña, con una
función utilitaria y que nunca deben aguantar más años que las personas que las
habitan.
Y gracias a Spotify y iTunes, ni siquiera somos propietarios
de nuestras propias colecciones musicales, que fallecerán con nosotros, meros
suscriptores de un servicio que no podremos traspasar a los que nos sigan.
Shakespeare decía en su obra, Como
gustéis, que “todo el mundo es un
escenario, y los hombres y mujeres meros actores”. Tenía toda la razón del
mundo. Y es más, el director de la obra es el alcalde o el presidente del gobierno
de turno, siempre convencido, por pura egolatría, de que su máxima prioridad es
dejar su marca y reordenar el attrezzo a su gusto para que sea fiel reflejo de
su filosofía política y social. Dictadores como Franco o Stalin tenían décadas
para dejar su marca indeleble en los países que controlaban. Ahora los nuevos
dirigentes lo tienen que hacer en cuatro años, y para ello se sirven de la
filosofía de Ikea. Nada es permanente. El pasado no fue.
Imagino a un señor ochentero que
camina por el Paseo del Prado. Ve el reflejo de aquellos árboles centenarios,
siente la suave brisa del otoño mientras caen las hojas coloreando el pavimento
y llenándole de pequeños recuerdos y de nostalgia de épocas pasadas. Pues, tendrá
que disfrutarlo mientras dure, porque mañana llegará un nuevo dirigente para
levantar el asfalto y vestir toda la zona de su ego. En 1976, el entonces
alcalde de Madrid, Juan de Arespacochaga, pidió informes para justificar el
derribo del Viaducto de la calle Bailén. Dijo que era por seguridad, pero
seguramente la causa principal era como todos los demás: dejar su marca. Menos
mal que las protestas pusieron fin a su plan. Y menos mal que la ciudad toscana
de Pisa no cuente con un alcalde madrileño. Se sentirán muy seguros los habitantes,
pero flaco favor haría al recuerdo de los lugareños y a su gran contribución al
patrimonio de la humanidad.
En este mundo feliz me siento
como el loco que colecciona balcones en la obra del premio nobel, Mario Vargas
Llosa. El desarrollo y el progreso son necesarios pero si todo el presente se muestra
uniforme y desechable, más vale que emigremos a Marte. Nuestro gran patrimonio
histórico y cultural da para mucho más.
Adrian Elliot (España) es egresado del Máster en Comunicación Periodística, Institucional y Empresarial de la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es Director de Cuentas de Grayling España.
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